CUENTOS POPULARES


EL BORRACHO Y LA CALAVERA
(Versión libre de un cuento popular español)

La imagen de este cuento pertenece a Gustavo Adolfo Ortega Rojas, ilustrador colombiano. ¡Gracias Gustavo!!!
Para ver más... pueden visitar 
www. gustavoaortega.blogspot.com

Hace mucho tiempo, en una noche de primavera, tres estudiantes de medicina que volvían de una fiesta decidieron entrar a un cementerio.
- ¡Vamos a ver si algún muerto se atreve a asustarnos! -dijeron entre grandes risotadas.
Por supuesto que -como estaban bastante borrachos- no sentían temor alguno.
Deambularon un rato entre las tumbas, hasta que se acercaron a un enorme osario y se pusieron a revolver entre los restos.
- ¡Miren, un fémur! ¡Nos va a servir para anatomía! -dijo uno.
- Lástima que ya no pueda correr... -agregó el otro.
En ese momento el tercer joven tropezó con una calavera y estuvo a punto de caer. Los otros dos se echaron a reír y él -furioso- le dio un puntapié.
Pero apenas terminó de hacerlo, vio como entre sueños, que el cráneo se movía y hasta le pareció que... que una tenue luz iluminaba las órbitas vacías.
- No te enojes, Peladito -le dijo en tono burlón-. Para que me disculpes, te invito a que vengas mañana, a comer a mi casa. No te olvides, Peladito...
Sus amigos se rieron festejándole el chiste y al rato salieron los tres del cementerio y siguieron la juerga hasta el amanecer, sin darle ninguna importancia a lo ocurrido.
Al otro día resolvieron acostarse temprano porque estaban muy cansados.
Así hicieron. Cada uno se fue a su casa. Antes de la hora de la cena, ya estaban dormidos. Bueno, en realidad no todos estaban dormidos... porque el que le había dado el puntapié a la calavera, no podía pegar un ojo. Y hacía un largo rato que daba vueltas en su cama, cuando escuchó unos golpes sordos en la puerta.
Bajó las escaleras y preguntó:
- ¿Qui-quién... es?
Del otro lado de la puerta, se escuchó una voz de ultratumba que le decía:
- Estaaá aquiií el que usted invitooó a comer anocheee.
El joven, que conocía mucho a sus amigos, pensó que venían a burlarse de él. Sin embargo, apenas abrió la puerta, se dio cuenta de que se había equivocado.
Una altísima figura, delgada, escuálida y de un intenso color blanco, lo miraba desde los agujeros de sus órbitas iluminadas. Parecía una estatua viviente.
No tuvo más remedio que hacerlo pasar.
El joven estudiante preparó una mesa con todo lo que tenía en la casa: frutas de todas clases, unas jugosas milanesas y helado de chocolate.
Pero la estatua no probó nada.
- Yooo nadaaa de estooo puedooo comer –le dijo- pero me ha dadooo muchooo gustooo venir a tu casaaa. Ahora te invitooo yooo, para que veeengaaas a la míaaa, mañanaaa, a la mismaaa horaaa.
Al otro día, el estudiante contó a sus amigos lo que había pasado y a los otros les dio tanto miedo que ninguno quiso acompañarlo.
- Pues yo sí que voy -dijo el joven haciéndose el valiente-, porque no le tengo miedo a nada.
Pero, por las dudas, se colocó en el cuello un rosario que le ofrecieron sus amigos, porque le aseguraron que así estaría protegido y nada podría pasarle.
Esa noche el joven se despidió de los otros estudiantes bromeando, y tratando de no sentirse asustado. Sin embargo, cuando llegó al cementerio, sintió que un sudor helado le empapaba las manos y un nudo le oprimía la garganta.
Pensó que tal vez lo mejor sería regresar a su casa, pero también estaba seguro de que sus amigos se burlarían de él y lo acusarían de ser un cobarde.
Decidido, iba a tomar el picaporte de la puerta, cuando vio que ésta... se abría sola, con un ruido de goznes oxidados: IIIIiiiiiiihhhhh.......
Entró lentamente.
A un costado del osario se veía una mesa tendida con dos candelabros encendidos. En un extremo de la mesa estaba aquel señor de apariencia de estatua, que lo saludó con una reverencia, diciéndole:
- Siiiiéeeeentateee.
El estudiante se sentó temblando. Un viento fuerte sacudía las ramas de los árboles y hacía titilar las llamas de las velas.
La estatua se puso de pie, metió las manos adentro de un nicho y, sacando un plato lleno de cenizas, le ofreció al joven:
- Cooooomeee, hombreee, cooooomeee.
El estudiante lo miraba sin pronunciar palabra, mientras un temblor le sacudía la mandíbula. Los minutos pasaban y, al ver que el joven no probaba bocado, la estatua se le acercó y le dijo:
- Consteee que estaaa nocheee te vas a salvar por el escapulariooo que llevas al cuellooo. Espeeeroooo que aprenderás a no reeeeírteee de los mueeeertooos. Ahooooraaa, ¡pueeeedes irteeeee!
El estudiante no se lo hizo repetir y salió corriendo a una velocidad increíble.
Sus amigos se alegraron mucho al verlo llegar.
Sin embargo, cuentan que cuando llegó a su casa se acostó de inmediato y se puso muy enfermo. Y cuentan también, que antes de dos días murió. Tal vez, porque el rosario que le dieron sus amigos, no había sido bendecido.

EL CHIVO DEL CEBOLLAR
(Versión libre  de un cuento popular)
Había una vez una viejita que tenía un pequeño huerto donde había plantado un hermoso cebollar.
Una mañana entró un chivo y se puso a comer y a pisotear sus cebollitas.
- ¡Salga chivo de mi cebollar! –gritó la viejita furiosa.
Pero el chivo, en lugar de salir, le respondió:
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar
y de acá nadie me puede sacar!
La viejita se fue llorando por el camino, hasta que se encontró con un perro al que le contó lo que pasaba. El perro le dijo:
- No se preocupe, viejita. Ni por el chivo ni por la cebollita.
Y salió corriendo dispuesto a sacar al chivo.
Cuando llegaron al huerto con la viejita, el perro se puso a ladrar:
- ¡Salga chivo de este cebollar!
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar y
de acá nadie me puede sacar! –respondió el chivo.
El perro dijo que volvería otro día y se fue silbando bajito.
La viejita se fue triste por el camino hasta que se encontró con el toro y, al verlo tan fuerte, le contó que el chivo no quería salir de su huerto.
- No se preocupe, viejita. Ni por el chivo ni por la cebollita –dijo el toro y, cuando llegaron al huerto gritó:
- ¡Salga chivo de este cebollar!
El chivito lo miró desafiante y le respondió:
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar y
de acá nadie me puede sacar!
Y se puso a zapatear como si estuviera bailando.
El toro se asustó, pero no dijo nada y se alejó con la cola entre las patas.
La viejita se puso a llorar y, en ese momento, apareció una hormiguita y le preguntó por qué lloraba.
La viejita le contó todo y la hormiguita le dijo:
- No se preocupe, viejita. Ni por el chivo ni por la cebollita.
- ¡Ay, hormiguita –dijo la viejita-, cómo me vas a ayudar si sos tan chiquita!
Pero la hormiguita no le hizo caso y se puso a caminar. Y detrás de la hormiga caminaba la viejita, hasta que llegaron al huerto.
- ¡Salga chivo de este cebollar! –dijo la hormiguita muy despacito.
El chivito lo miró burlón y le dijo:
- ¡Brlrlrlrl, yo soy el chivo del cebollar y
de acá nadie me puede sacar!
Y se puso a zapatear tan fuerte que daba miedo.
Pero la hormiguita no se asustó y le gritó:
- ¡Yo soy la hormiguita del hormigal y si te pico vas a llorar!
El chivito no le hizo caso y siguió comiendo cebollas. La hormiga trepó por las barbas del chivo y lo picó a todo picar. Después saltó sobre el pasto tierno.
El chivo, dolorido, salió corriendo por el camino, para no volver jamás.
La viejita le regaló a la hormiga un terrón de azúcar y la hormiguita se fue contenta para su hormiguero.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.

EL ZAPATERO Y EL SASTRE

(Versión libre de un cuento popular español)

Había una vez un zapatero que le debía dinero a todo el mundo: al almacenero le debía veinte reales; al carnicero, quince reales; al herrero, doce reales... Al que menos le debía, era al sastre, que le adeudaba solamente un real por la confección de un chaleco.
Tenía tantas deudas que el hombre andaba desesperado. Todos los días se lamentaba, hasta que una mañana, llamó a su esposa y le dijo:
-Mujer, es tanto lo que debo, que aún si viviera cien años -con lo poco que gano-, no podría pagar ni la mitad de mis deudas. Así que lo único que me queda, es morirme.
Su esposa, que mucho lo quería, le suplicó que no hablara de esa manera y se puso a llorar desconsoladamente. Pero el zapatero la abrazó y la calmó, diciéndole:
-Esposa mía, veo que no has sabido interpretarme. Yo no he dicho morirme de verdad. Sólo pensé en morirme de mentiritas. Verás, anunciarás en todo el pueblo que yo me he muerto. Harán el velatorio, y hasta el entierro. Dejarás el ataúd abierto para que yo pueda escaparme, y a los pocos días te marcharás del pueblo. Puedes estar segura de que nadie intentará impedirle marchar a una pobre viuda. Nos encontraremos en tres días en las afueras del poblado y empezaremos una nueva vida en otro sitio.
A la esposa le pareció una gran idea y de inmediato salió a anunciar por todas partes, arrasada en lágrimas, que su marido había muerto.
Prepararon el velatorio dentro de la Iglesia y, como era costumbre en esa época, cuando llegó la noche, todos, incluida la esposa, dejaron al difunto solo dentro del templo. Cerraron la puerta y se marcharon para regresar al otro día.
Sin embargo, el "muerto" no quedó solo, ya que el sastre, que no estaba dispuesto a renunciar a la deuda, se quedó oculto debajo de los largos paños que rodeaban al ataúd, aguardando que todos se retirasen para salir de su escondite.
-¡No te saldrás con la tuya, zapatero! -dijo el sastre mientras salía de su escondite dirigiéndose al muerto que permanecía muy quieto- No permitiré que te marches de este mundo sin pagarme mi real. ¡Me quedaré con el chaleco!
Y ya se disponía a quitarle la prenda, cuando escuchó un ruido de caballos y un fuerte murmullo de voces que se acercaba. Alcanzó apenas a regresar a su refugio, cuando la puerta de la Iglesia se abrió y entró atropelladamente un grupo de ladrones que estaba huyendo de la justicia.
Los ladrones, sintiéndose seguros en semejante sitio, se pusieron a repartir el botín robado, nada menos que... arriba del ataúd.
El jefe de la banda repartió el dinero en cinco partes iguales, pero, como
sobraban unas monedas, dijo:
-Lo que queda aquí será para el valiente que se atreva a clavarle un cuchillo al muerto.
Se hizo un silencio prolongado, hasta que uno de los mafiosos dijo:
-¡Yo me atrevo!
Levantó su afilado puñal y ya iba a clavarlo cuando, el zapatero que se hacía el muerto, aterrado ante la idea de convertirse en finado de verdad, gritó con voz de ultratumba:
-¡¡¡¡Que veeengaaan tooodooos los muertooos hacia mííí!!!
Y el sastre, más aterrado que el zapatero, le respondió desde su escondite:
-¡¡¡ Vamooos todooos hacia allí!!!
Los ladrones, ante esto, salieron corriendo despavoridos, cerrando la puerta detrás de sí.
El sastre salió de debajo del ataúd y le dijo furioso al zapatero:
-¡Ajá! ¿Así que te hacías el muerto, eh? Ahora mismo me vas a devolver mi real.
-Pero hombre... -le respondió el otro- ¿quién se acuerda ahora de un real con todo lo que tenemos para repartirnos?
Pero el sastre se puso a gritar tercamente:
-No me importa nada... ¡¡Yo quiero mi real! ¡Quiero mi real!
Mientras tanto, los ladrones, que habían recorrido un largo trecho, se detuvieron de pronto y dijeron:
-Pero ¿cómo vamos a escaparnos y dejar todo nuestro dinero? Si nosotros no le tenemos miedo a nada... ¡Cómo le vamos a temer a unos pocos muertos!
- ¡Vamos a regresar!
Y ahí nomás dieron la vuelta y regresaron a la iglesia. Pero antes de entrar, por las dudas, se pusieron a escuchar a través de la puerta para saber con cuántos muertos se enfrentarían.
En ese momento el sastre gritaba: "¡Quiero mi real! ¡Quiero mi real!", así que el jefe dijo aterrado:
-¡Oigan! Si con todo el dinero que había para repartir, estos se están peleando por un real, ¿se imaginan ustedes cuántos muertos deben de ser? ¡Mejor nos vamos de acá!

LAS TRES MUERTES DEL CONEJO

(Cuento de tradición oral)

Había una vez un conejo que tenía tanta pero tanta hambre que el ruido que hacían sus tripas se sentía desde muy lejos. Estaba tan flaco que más que conejo parecía una alfombra.
El pobre animal no podía ni siquiera acercarse a las zanahorias jugosas que crecían en el huerto del granjero, porque había un perro malísimo que lo amenazaba con sus afilados dientes apenas el conejo se acercaba.
Tampoco podía comer los brotes tiernos de la hierba que crecía en el bosque, porque ahí siempre
merodeaba un tigre feroz.
Así estaban las cosas. Hacía tantos días que no comía, que casi no le quedaban fuerzas.
Una mañana, apenas se despertó, se recostó a un costado del camino pensando que muy pronto iba a morir.
En eso estaba, medio adormecido esperando la muerte, cuando el viento le trajo el olor inconfundible de los
quesos y de la miel que llevaba el granjero para vender en la aldea.
El conejo se puso de pie de un salto y se escondió detrás de un árbol.
Traca-traca-tran Traca-traca-tran, se acercaba leeeentamente el carro, repleto de tarros de miel y de enormes y olorosos quesos.
El conejo no podía creer en su buena suerte. De inmediato salió corriendo como una tromba y se tiró en medio del camino, haciéndose el muerto, como si un rayo lo hubiera fulminado, justo antes de que el granjero doblara por una curva.
- ¡Sooo! – dijo el hombre deteniendo el caballo. Después se apeó del carro y se acercó al conejo.
- Pobrecito –dijo, mientras lo levantaba suavemente-. Un conejo muerto. Lástima que está taaaan flaco, sino me lo llevaba para hacerme un guiso.
Depositó el conejo con cuidado a un costado del camino y subió nuevamente al carro.
Apenas el hombre se alejó unos metros, el conejo se levantó de un salto y, ligero como el viento, tomó por
un atajo y, antes de que el granjero llegara a otro recodo del camino, volvió a tirarse sobre el sendero haciéndose el muerto.
El hombre bajó otra vez del carro. Se acercó al conejo y dijo:
- ¡Qué extraño! ¡Otro conejo muerto! ¡Y éste está más flaco que el anterior! ¡Parece un cuero! No tiene naaada de carne. Lástima que sea tan flaco, sino me lo hubiera llevado para hacerme un guiso.
Lo depositó suavemente a un costado del camino y siguió rumbo a la aldea.
El conejo volvió a levantarse y corrió con tanta velocidad que parecía un ventarrón, hasta que llegó a una nueva curva del camino antes que el granjero. Se tiró nuevamente haciéndose el muerto y esperó.
Traca-traca-tran... Traca-traca-tras... llegó, a los pocos minutos, el carro. El hombre se detuvo, bajó y se acercó al conejo.
- ¿Qué pasará hoy que están muriendo tantos conejos? ¡Baaahhh...! ¡Y éste está más flaco que los otros! ¡Parece una bolsa de huesos!
Ya iba a dejarlo a un costado del camino, cuando lo pensó mejor y dijo:
- Bueno, un conejo flaco no sirve para hacer un guiso, pero tres conejos, sí.
Así que decidió dejarlo arriba del carro y regresar por el camino a buscar alos otros conejos.
Apenas el hombre se alejó, el conejo que se hacía el muerto se levantó de un salto. Tomó una bolsa y la llenó de quesos ricos y olorosos. Tomó un jarro y lo llenó de miel y después, se alejó corriendo por el camino para darse un festín, muy agradecido con el hombre que –sin saberlo- había sido tan generoso con él.
Y colorín colorado, con la panza del conejo bien llenita, este cuento se ha acabado.



LOS TRES PELOS DEL DIABLO

(Versión libre de un cuento tradicional)

Las imágenes de este cuento pertenecen a Gustavo Adolfo Ortega Rojas, ilustrador colombiano. ¡Gracias Gustavo!!!
Para ver más... pueden visitar

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Había una vez un rey muy poderoso que tenía una hermosa hija.
Siendo la niña muy pequeña, un adivino vaticinó que se casaría con un joven muy pobre, único hijo de un matrimonio de campesinos.
El rey, para impedir que esto ocurriera, fue a buscar al niño y prometió llevarlo a vivir a su palacio. Pero apenas estaba cruzando el río con el bebé, lo arrojó a las aguas para darle muerte y deshacerse de él.
Sin embargo el niño no murió, sino que fue llevado por la corriente adentro de su canasto hasta que llegó a un viejo molino, donde lo recogieron el molinero y su mujer y lo criaron con mucho cariño hasta que cumplió los quince años.
Fue entonces cuando el rey se enteró de que estaba vivo y, temeroso de que pudiera cumplirse el vaticinio del adivino, mandó llamar al muchacho.
Le entregó una carta para la reina que vivía junto a la princesa en el otro extremo del reino y le dijo:
- Deberás llegar hasta el palacio donde vive mi esposa y entregarle esta carta.
- Pero su majestad -le respondió el joven-, eso es muy difícil. Ese sitio está demasiado lejos y nadie conoce el camino.
A lo que el rey respondió:
- ¡A la palabra del rey, no puedes faltar! ¡Es una orden y deberás marchar de inmediato!
El joven guardó la carta en su alforja y sin agregar una palabra tomó su caballo y partió.
Cabalgó durante muchísimos meses hasta que, cierto día, en que se encontraba completamente perdido, decidió entrar a una pequeña cabaña a preguntar dónde quedaba el palacio de la reina.
Salió a recibirlo una mujer muy anciana. Al ver al joven tan sucio y hambriento, lo invitó a pasar. Le dio de comer y le ofreció un banco para que descansara, pero le advirtió que esa era la guarida de unos peligrosos forajidos y debería marcharse antes de la medianoche.
El joven le respondió que estaba tan cansado que nada le importaba y se quedó profundamente dormido.
Cuando regresaron los bandidos y vieron al muchacho, pensaron robarle lo que tenía adentro de la alforja. Pero, como solamente encontraron la carta, la abrieron y se pusieron a leerla a la luz de la lumbre.
Al leer que el rey ordenaba que lo matasen apenas llegara, se apiadaron de él y, dejando la firma y el sello del rey, borraron las palabras y escribieron que apenas llegara el muchacho, lo casaran con la princesa.
A la mañana siguiente le indicaron el camino al joven y, en pocas horas llegó hasta el palacio de la reina.
A la mujer le sorprendió mucho lo que decía el rey en esa carta, sobre todo al ver el aspecto tan deplorable del muchacho, pero... ¡a la palabra del rey, no se podía faltar! Así que ordenó la boda de inmediato.
Un año después llegó el rey.
Al enterarse de que el vaticinio se había cumplido el rey se desesperó tanto que mandó a llamar al esposo de su hija y le ordenó traer de inmediato, tres pelos del Diablo Pelos de Oro, pensando que de esta manera se liberaría de él para siempre.
- Majestad, eso es imposible -respondió el joven-. Nadie sabe adónde vive ese diablo y, aún si lo encontrara, no regresaría con vida.
A lo que el monarca respondió:
- ¡A la palabra del rey, no puedes faltar! ¡Es una orden y deberás marchar de inmediato!
Partió el muchacho y caminó durante muchísimos días.
Cuando llegó a un sitio donde el camino se abría en dos, se encontró con un centinela que estaba custodiando un árbol de manzanas y le preguntó por dónde debería tomar para llegar a la casa del diablo. A lo que el hombre respondió:
- Te indicaré el camino, sólo si me dices por qué este árbol antes daba manzanas de oro y ahora sólo da manzanas comunes.
El muchacho le dijo que él todo lo sabía, pero que la respuesta se la daría a su regreso. El hombre le indicó entonces que tomara el sendero de la derecha.
El joven siguió caminando durante días, hasta que llegó a una nueva bifurcación y se encontró esta vez con un centinela que custodiaba un enorme pozo.
Le preguntó por dónde seguir y el hombre le dijo que le indicaría, siempre que le respondiera por qué ese pozo antes daba agua milagrosa y ahora sólo daba agua común.
El joven prometió darle la respuesta a su regreso y entonces el centinela le indicó que siguiera por el sendero de la izquierda, hasta llegar a un río. Le dijo que atravesando el agua, encontraría la casa del Diablo Pelos de Oro.
Después de muchas horas llegó al río, que era tan ancho pero tan ancho, que era imposible cruzarlo a nado. Por suerte apareció un barquero y ofreció llevarlo hasta la otra orilla, a cambio de que le dijera por qué él no podía despegar sus manos de los remos. El joven prometió responderle a su regreso y el barquero lo cruzó.
Al llegar al otro lado se dio cuenta de que estaba frente a la mismísima puerta del Infierno.

Salió a recibirlo una mujer muy pero muy vieja.
El joven le contó entonces que necesitaba tres pelos de la cabeza del diablo y le contó también lo que le preguntaron los centinelas y el barquero.
La viejita le dijo:
- Muchacho, el Diablo Pelos de Oro es mi hijo y es muy pero muy malo. Si te encuentra aquí, te comerá. Ya está por llegar, así que deberás confiar en mí y escuchar muy atentamente lo que diga él.
Después de decir esto, lo transformó en una pequeña hormiga y lo depositó adentro del bolsillo de su delantal.
A los pocos minutos llegó el diablo y, apenas entró al Infierno, gritó:
- ¡Aquí huele a carne humana!
La madre le explicó que ese olor era de los doce carneros que estaba preparándole para la cena y el diablo se sentó a comer.
Al rato, satisfecho como estaba con tanta comida, acomodó la cabeza en el regazo de su madre y se quedó profundamente dormido.
Apenas comenzó a roncar, la vieja le arrancó un pelo y lo guardó en su bolsillo.
- ¡Me hincaste! -rugió el diablo, despertándose.
- Es que... -dijo la anciana- es que... estaba soñando con un árbol que antes daba manzanas de oro y ahora sólo da manzanas comunes.
-¡Qué tontos! ¡Si lo supieran! -le respondió su hijo- Ocurre que yo mismo puse un ratón en sus raíces. El árbol volverá a dar manzanas de oro cuando alguien mate a ese ratón.
El diablo volvió a dormirse y la viejita le arrancó otro pelo.
- ¡Pero qué estás haciendo! -volvió a gritar el diablo.
La anciana le dijo que lo había dañado sin querer. Y le contó que esta vez había soñado con un pozo que antes daba agua milagrosa y ahora sólo daba agua común.
- ¡Ah, qué tontos! ¡Si lo supieran! -respondió el diablo- Yo mismo puse una serpiente que envenena el agua y sólo volverá a ser milagrosa si alguien la mata con uno de mis cuchillos.
El diablo volvió a dormirse y cuando comenzó otra vez con los ronquidos, la viejita le arrancó el tercer pelo.
- ¡Otra vez me hincaste! -gritó furioso.
- Discúlpame -respondió la vieja-, es que otra vez estaba soñando. Esta vez soñé con un pobre remero que no podía soltar los remos de su bote.
- ¡Ay, qué tonto! ¡Si lo supiera! -respondió el diablo- Yo le he hecho un hechizo y sólo podrá liberarse cuando le entregue los remos a otro.
Y, después de decir estas palabras, el diablo cayó en un profundo sueño.
La vieja se fue rápidamente afuera, sacó la hormiguita del bolsillo y la transformó nuevamente en el joven. Luego le entregó los tres pelos de oro, le preguntó si había escuchado todo y, como el muchacho le dijera que sí, le entregó uno de los cuchillos del diablo y le pidió que se alejara de ahí lo antes posible.
Partió el muchacho y, al llegar al río, se hizo pasar por el barquero hasta la otra orilla y después le dijo que cuando encontrara a otro tan tonto como él, le entregara los remos y así se liberaría.
Al llegar adonde se encontraba el pozo, sacó el cuchillo del diablo y mató a la serpiente. De inmediato el agua volvió a ser milagrosa y el centinela, como agradecimiento, le regaló un botellita llena.
Siguió el muchacho su camino hasta que llegó donde estaba el árbol de manzanas. Cavó entre las raíces hasta que encontró al ratón y lo mató, y de inmediato las frutas se transformaron en manzanas de oro. El hombre le regaló unas cuantas y el joven continuó su camino hacia el palacio.
Al llegar al poblado, se enteró de que su esposa la princesa estaba muy enferma, a punto de morir. El joven sacó el frasco de agua milagrosa, le dio a beber y de inmediato la curó.
Le contaron también que el pueblo estaba furioso contra el rey, que elevaba día a día los impuestos. El muchacho repartió entonces algunas manzanas de oro entre los más pobres y prometió traerles más.
Los pobladores, agradecidos, decidieron nombrarlo nuevo rey y destituir al anterior.
Después de la coronación, el joven llamó al que había sido rey y le dijo:
- Voy a ser justo. Aquí están los tres pelos del Diablo Pelos de Oro, tal como me lo habías pedido. Ahora te ordeno que vayas hasta donde él vive y me traigas tres pelos más.
- Pero... pero... -respondió el que había sido rey-, pero no puedes pedirme eso. No sé adónde vive el diablo y, aún si lo encontrara, no saldría de allí con vida.
A lo que el nuevo monarca respondió:
- ¡A la palabra del rey, no puedes faltar! ¡Es una orden y deberás marchar de inmediato!
Así lo hizo el que antes había sido rey y fue encontrándose con todo lo que el muchacho se había encontrado antes: el árbol, el pozo y sus centinelas y siguió caminando hasta que llegó al inmenso río.
Una vez allí, le pidió al barquero que lo cruzara hasta la otra orilla.
- ¡Cómo no! -le dijo el hombre.
Apenas se subió al bote, el barquero le suplicó que le sostuviera los remos unos instantes y cuando el que había sido rey tomó los remos, aprovechó para escapar.
Y dicen los que saben, que aquel malvado rey, está remando todavía.